Uno de cada diez días querría convertirse en agua. Deslizarse por
inercia entre las nubes y el suelo, tropezar con alguna mejilla húmeda,
con algún beso de película, con alguna lágrima que juega a ser lluvia.
Y lo mejor de todo sería cuando saliera el sol. Después de la tormenta, sin dejar que el gris acabase con el verano.
Dicen que las tormentas de verano llegan sin avisar, y pasan rápidas, volviendo a la calma en apenas unos minutos.
Por eso, cuando las viera venir, sacaría los vestidos más blancos, las
sandalias con más tacón, y saldría, a bailarle el agua a todas las
tormentas del mundo. Recorrería uno a uno los rincones donde buscaban
la sombra dos cuerpos en verano. Donde ahora pretendía encontrar el
sol. Que, dicen, siempre termina saliendo.
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